Las pieles antiguas que desgarramos al toparnos con inconfundibles laberintos de sentimientos, son esas huellas que quedan paulatinamente en nuestro cuerpo para recordarnos quienes somos.
Y las huellas ajenas son como plumazos inadvertidos de los cuales debemos aprender.
La gente cuando muere, deja un firmamento en las almas y en la tierra, algo inamovible.
Cuando un niño muere su firmamento queda en las estrellas con afán de palpitar y brillar todavía, como si su fuerza e ideales interiores quedaran pendientes con el universo; ese amor que mutó prematuramente se desploma sobre nuestros laberintos dandonos fuerza, manteniendonos invencibles y alertas.
Por eso hay que estar advertidos de la magnificencia que contiene el hecho de cambiar y mutar pieles que nos desvanecen, así al morir permaneceremos jóvenes y fuertes, como un niño en el firmamento.
[24/08/13]
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