Al fin y al cabo descubrí que las palabras pueden volverse
tan ajenas como un artista que poco dice.
Recuerdo la expresión de un hombre que cautivaba sus palabras con visiones que llegaban deformadas de un paisaje totalmente cotidiano.
Sembraba admiración por los bosques y las plazas, encontraba vuelo en mis ojos, o en los de sus amigos barriales.
Admiraba con lujuria cada región de esta vida que nos sostiene, como buscando pulverizar las características, empleadas metódicamente y creando historias oscuras a través de sus respectivos valores.
Pero al mirar y observar mis miedos hacia la gente, recreé un proceso que me concernía hasta la medula y me llevaba de vuelta a los ojos de mi gato Teodoro, en mi cama, enternecidos por las frazadas que dormían.
Y descubrí que ese hombre, del cual su camino me sembraba emoción y mística barata, no era más que pura admiración por los senderos universales que lo rozaban sin socorrerlo.
La admiración es un sentir tan fuerte que te absorbe remitiéndote a todo con un arrimo de felicidad y orgullo, pero que se hecha a perder cuando eso que prolifera es efímero y te das cuenta de que nadie que tenga ánimos de crecer necesita admiración, sino comprensión.
Ese hombre siempre fue propenso al éxtasis cuando me miraba a los ojos y disfrutaba de lo que veía. Pero nunca fue amor porque jamás pudo observar desde la misma dirección, la unidad que mis ojos conformaban; estaba escaso de complicidad.
Muchas veces me hablaron burlonamente, o utilizaron sus palabras para denigrarme.
Porque en este desplazamiento constante en mi cabeza arremolinada de miedos, mi conciencia supo que las palabras no me son fáciles y que me lamento a menudo y en su exterior sardónico y gracioso me veían débil.
Pero quien más que yo para saber que mi lamento existe como reivindicación de la sensibilidad que poco quiero, pero que mucho me quiere ella, y por ende por algo no busco inspiración pero le doy mania a mis palabras para encontrármelas y usarlas, sin dejar que me usen solo para crear un paisaje interesante, que termina por ser tan melancólico que me da vergüenza propia.
Pero en estas coordenadas raras que me otorgaba este ser, noté que sus palabras eran tan ingeniosas que a uno lo mareaban y terminaba por ceder mas atención de la que requería, ya que eran solo palabras y durante la cotidianeidad no era más que diversión exhibicionista sin nada para ofrecer; abrigando contradicciones permanentes que acababan por desintegrar todo lo que tocaba sin mosquear su orgullo.
Por eso aborrezco y me re cago en la gente que usa sus palabras para creerse dioses de su artificio y ultrajan a los demás sin mirarlos a los ojos, sin mirarlos con este afán de complicidad y tejido tumultuoso en conjunto.
Y mi repudio para el que se queda en el lugar más fácil y piensa que desde el fondo del barro no se pueden ver las estrellas.
Porque a partir y a pesar de las referencias atroces que sincronizan mis recuerdos, mi tesoro nace allí, cuando estoy con Teodoro revolcándonos en un punto de la casa, con tanta fuerza que complementa mis frazadas, que me doy cuenta de que mi felicidad nace ahí, donde la tranquilidad es cíclica y el punto vélico de mi cama con mi gato desquiciado de emoción nos trasluce a un mundo tan minucioso y simple que me potencia a seguir, ya sea desde mi desdeñoso lamento o desde la imagen mas ceremoniosa que otorgue nuestro dios circunstancia.
Recuerdo la expresión de un hombre que cautivaba sus palabras con visiones que llegaban deformadas de un paisaje totalmente cotidiano.
Sembraba admiración por los bosques y las plazas, encontraba vuelo en mis ojos, o en los de sus amigos barriales.
Admiraba con lujuria cada región de esta vida que nos sostiene, como buscando pulverizar las características, empleadas metódicamente y creando historias oscuras a través de sus respectivos valores.
Pero al mirar y observar mis miedos hacia la gente, recreé un proceso que me concernía hasta la medula y me llevaba de vuelta a los ojos de mi gato Teodoro, en mi cama, enternecidos por las frazadas que dormían.
Y descubrí que ese hombre, del cual su camino me sembraba emoción y mística barata, no era más que pura admiración por los senderos universales que lo rozaban sin socorrerlo.
La admiración es un sentir tan fuerte que te absorbe remitiéndote a todo con un arrimo de felicidad y orgullo, pero que se hecha a perder cuando eso que prolifera es efímero y te das cuenta de que nadie que tenga ánimos de crecer necesita admiración, sino comprensión.
Ese hombre siempre fue propenso al éxtasis cuando me miraba a los ojos y disfrutaba de lo que veía. Pero nunca fue amor porque jamás pudo observar desde la misma dirección, la unidad que mis ojos conformaban; estaba escaso de complicidad.
Muchas veces me hablaron burlonamente, o utilizaron sus palabras para denigrarme.
Porque en este desplazamiento constante en mi cabeza arremolinada de miedos, mi conciencia supo que las palabras no me son fáciles y que me lamento a menudo y en su exterior sardónico y gracioso me veían débil.
Pero quien más que yo para saber que mi lamento existe como reivindicación de la sensibilidad que poco quiero, pero que mucho me quiere ella, y por ende por algo no busco inspiración pero le doy mania a mis palabras para encontrármelas y usarlas, sin dejar que me usen solo para crear un paisaje interesante, que termina por ser tan melancólico que me da vergüenza propia.
Pero en estas coordenadas raras que me otorgaba este ser, noté que sus palabras eran tan ingeniosas que a uno lo mareaban y terminaba por ceder mas atención de la que requería, ya que eran solo palabras y durante la cotidianeidad no era más que diversión exhibicionista sin nada para ofrecer; abrigando contradicciones permanentes que acababan por desintegrar todo lo que tocaba sin mosquear su orgullo.
Por eso aborrezco y me re cago en la gente que usa sus palabras para creerse dioses de su artificio y ultrajan a los demás sin mirarlos a los ojos, sin mirarlos con este afán de complicidad y tejido tumultuoso en conjunto.
Y mi repudio para el que se queda en el lugar más fácil y piensa que desde el fondo del barro no se pueden ver las estrellas.
Porque a partir y a pesar de las referencias atroces que sincronizan mis recuerdos, mi tesoro nace allí, cuando estoy con Teodoro revolcándonos en un punto de la casa, con tanta fuerza que complementa mis frazadas, que me doy cuenta de que mi felicidad nace ahí, donde la tranquilidad es cíclica y el punto vélico de mi cama con mi gato desquiciado de emoción nos trasluce a un mundo tan minucioso y simple que me potencia a seguir, ya sea desde mi desdeñoso lamento o desde la imagen mas ceremoniosa que otorgue nuestro dios circunstancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario